La existencia de los mundos y de todas las criaturas que los habitan tiene un propósito sublime y profundamente espiritual: permitir la revelación plena de las cualidades divinas. La creación no surge por carencia o necesidad alguna en la divinidad, sino por el deseo de manifestar en acto Su perfección, para que Sus nombres, atributos y poderes no permanezcan ocultos, sino que puedan ser expresados en la realidad y reconocidos por los seres creados.
El nombre esencial de la divinidad, Havayá (el Tetragrámaton), implica una existencia eterna que abarca pasado, presente y futuro. Esta eternidad solo puede adquirir sentido y ser comprendida si hay un contexto temporal en el que se manifieste. De manera similar, nombres como Adnut (Señorío), o atributos como Rajum (Compasivo), Janún (Clemente), Érej Apáyim (Paciente), requieren la existencia de criaturas que los experimenten, reconozcan y nombren. Es a través de la relación con los seres creados que el Creador se manifiesta como misericordioso, juez, señor o eterno. La creación de los mundos es, entonces, el escenario a través del cual lo divino se revela y adquiere significación. Como lo enseña el Zóhar: “Si no hubiera habido criaturas en el mundo, ¿por qué habría sido llamado misericordioso, juez?” (Zóhar Pinjás 257b).
Este principio también está íntimamente relacionado con el versículo “llena toda la tierra Su gloria”, pues si no se hubiese expandido Su luz hacia las criaturas, ¿cómo podrían conocerle? (Zóhar Bo 42b). La creación es, entonces, un acto de revelación y expresión del ser divino en todas sus formas, no un agregado externo, sino una consecuencia natural del deseo de manifestar la totalidad de Sus atributos.
No obstante, surge una pregunta profunda: ¿por qué fue creada la realidad en un momento determinado y no antes o después? Esta cuestión está vinculada con los misterios de lo que hay “arriba” y “abajo”, “antes” y “después”, temas considerados por los sabios como peligrosos para el pensamiento humano cuando se abordan sin las herramientas y la preparación espiritual adecuadas. Por eso, el análisis del Arizal en el Etz Jaím se ofrece con cautela, como quien observa desde una rendija, permitiendo solo un atisbo de la verdad.
Para comprender esta cuestión, es fundamental introducir el concepto del Ein Sof, lo Infinito. El Ein Sof es la raíz suprema, sin principio ni fin, sin límite ni forma. No puede ser abarcado ni comprendido por el pensamiento, y precede a toda existencia. No tiene relación directa con el tiempo, el espacio o la manifestación. Está más allá de todo lo creado, incluso de lo espiritual. El Ein Sof es la fuente de toda luz, pero en sí mismo permanece inaccesible.
A partir de esta luz infinita e incognoscible, surgió una primera manifestación luminosa llamada Adám Kadmón, el Hombre Primordial. Esta figura no es un ser humano, sino un arquetipo cósmico que representa la primera configuración de la luz divina en forma ordenada y estructurada, preparándose para la creación de todos los demás mundos. Adám Kadmón es anterior a todo lo conocido y contiene dentro de sí la potencialidad de todas las emanaciones posteriores. De él emanan luces que se distribuyen desde distintas partes simbólicas de su ser —cerebro, cráneo, ojos, oídos, nariz, boca, frente, cuerpo—, cada una con funciones espirituales precisas, que darán lugar a estructuras celestiales más detalladas.
Las luces que salen de Adám Kadmón no solo descienden de forma caótica, sino que se organizan en niveles y etapas. De esta forma, aparecen primero mundos intermedios como el mundo de Nekudim, una etapa luminosa, y más adelante se estructuran los cuatro mundos fundamentales que componen la realidad según la Kabalá: Atzilut (Emanación), Beriá (Creación), Yetzirá (Formación) y Asiá (Acción). Cada uno de estos mundos representa una etapa distinta de alejamiento o de filtración de la luz divina, acercándose gradualmente a la realidad física que conocemos.
A diferencia del Ein Sof, Adám Kadmón y todos los mundos derivados de él tienen un inicio. Tuvieron un momento de aparición, un instante preciso en que comenzaron a manifestarse. Esto implica que todo lo que existe, desde los mundos más elevados hasta el universo físico, fue creado en un orden específico, con una secuencia inalterable. Cada mundo surge en el momento exacto posterior al mundo anterior, como eslabones de una cadena espiritual. Por eso, este mundo fue creado cuando le correspondía, y no antes ni después, porque dependía de la existencia previa de todos los niveles superiores. Como está escrito: “No era posible adelantar o retrasar la creación de este mundo, pues cada mundo fue creado después del que está por encima de él”.
Este enfoque revela una visión orgánica y jerárquica del cosmos. Nada ocurre por casualidad ni de forma repentina. La creación de cada nivel de la realidad responde a un orden preciso, cuya razón profunda reside en la voluntad de expresar plenamente los atributos divinos en todos los niveles posibles. Así, la existencia entera —desde lo más sublime hasta lo más terrenal— es una manifestación progresiva de la luz del Ein Sof, desplegándose a través de una estructura perfecta que tiene como finalidad la revelación del Creador en todas Sus formas posibles.
📖 Etz Jaím, Primera Rama, Primer Palacio: “Palacio de Adám Kadmón”, versos 1–7 (Ediciones Reé, pp. 242–247).
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